Latinoamérica vive momentos de singular particularidad. La democracia se debate entre la incertidumbre de la polarización, y una mediocre actoría política desconectada de la realidad ciudadana: sin cable a tierra. Los procesos electorales se desarrollan en ese marco, y el peligro del populismo autoritario es más cercano cada vez.
Y ante esa realidad, en el Ecuador, aquellos que defienden esos modelos, preparan motores en su afán de regresar. Amén de los graves problemas que atraviesa la región, e incapaces de sacar lecciones aprendidas o hacer un ejercicio honesto de mea culpa, por los errores y la corrupción que implantaron, lejos de plantear soluciones desde una visión democrática, trabajan para reconstruir su propia versión Disney de lo que sería el país con ellos gobernando. Una versión tecnicolor de privilegios, camorra y dominación.
Pero, esa corriente de nostalgia autoritaria que jura que puede reparar su historia y retomar el poder exactamente donde lo dejaron, no la tiene tan fácil. La corrupción, es siempre un boomerang peligroso que se devuelve al que la practica tarde o temprano. Sus efectos acentúan la pobreza y la exclusión, y eso es algo bien difícil de esconder por más clientelismo que se aplique.
Los nostálgicos autoritarios empeñados en pegar los pedazos de la foto que se tomaron, tendrán que enfrentarse a una sociedad que empieza a tener claro quiénes son los responsables de las desgracias del país que nos dejaron ellos mismos. Sus víctimas son muchas, y aunque no se escuchen sus voces, su testimonio silente está presente y será un arma poderosa al momento de medir fuerzas.
En ese contexto, y en medio de los problemas nacionales, le toca –como siempre- a la ciudadanía reflexionar acerca de la importancia de proteger nuestra democracia. Porque, aunque imperfecta, en ella hay libertad. Conviene entonces estar pilas, y aplicar oídos sordos a la verborrea seductora de los autoritarios nostálgicos porque ellos solo vienen por más.